Lord Aleister Chamber, mejor conocido como el Vizconde Druitt miraba a la despampanante criatura enfrente suyo; incapaz de creer que algo tan hermoso pudiera pertenecer a este mundo.
Había amado a muchas mujeres y a algún que otro hombre pero siempre esa divinidad estaba en su mente. Siempre. En aquellos bailes nocturnos en Londres, en sus momentos más apasionados con sus amantes, incluso cuando realizaba sus chanchullos de dudosa legalidad, siempre estaba ahí para él.
Era el amante que le hacía llegar al Paraíso en cualquier momento y lugar. Era el confidente siempre dispuesto a escuchar con embelesada atención cada palabra salida de sus labios. No era su “media naranja”, era literalmente su carne y sangre, esa parte indivisible de su ser a la que no podía más que adorar…
Especialmente cuando había un espejo cerca. Como en ese instante, en los confines de su alcoba.
Era el pináculo de la perfección y cada parte de su cuerpo lo evidenciaba. Su larga y sedosa cabellera rubia, su rostro de muñeca de porcelana, sus maravillosos ojos color lavanda, sus perfectos dientes como perlas y su esbelta figura, antes enmarcada en un caro traje blanco que en esos momentos yacía en el suelo revelando toda su gloriosa hermosura.En definitiva, un regalo de Dios.
Su madre siempre le había dicho que para amar a otros primero tenía que amarse a sí mismo. Y él se preguntaba ¿para qué amar a otros cuando te tienes a ti mismo?
N.A: Si, el Vizconde es autofílico. Y algo de razón tiene ¿quien te va a querer más que tu mismo?